Semana 72

Reencontrarme con las ballenas siempre es especial

Desde el pueblo costanero de Los Órganos, para regresar a Lima y continuar con el viaje por Perú me esperaban más de veinte horas de bus. Por suerte era un bus nocturno bastante cómodo, donde podía transformar el asiento en una estrecha cama y descansar bastante bien.

Había decidido ir a Los Órganos improvisadamente, después de ver que todavía quedaban unos quince días para que terminara la temporada de ballenas jorobadas, antes de que estos fascinantes cetáceos iniciaran de nuevo la migración hacia aguas antárticas. Y yo no podía dejar escapar esa oportunidad. Sobre todo porque su estancia en las costas de Perú coincidía con el período de cría y reproducción, un momento en que las ballenas están muy activas y es fácil ver a las curiosas crías con sus madres y también a los machos, que a menudo realizan acrobacias para captar la atención de las hembras.

Sobre el papel parecía un memorable espectáculo. Y aunque llegar hasta allí supondría hacer muchas horas en bus, no pude resistirme a ir. Después de cuatro días allí, saliendo cada día a ver ballenas, sólo podía estar agradecido por haber tomado la decisión de ir. Las veinte horas de regreso a Lima me parecían un pequeño sacrificio comparado con los regalos que me había dado el océano.

No negaré que la primera navegación fue algo inquietante. Después de una noche muy ventosa, el mar estaba bastante movido y la pequeña lancha con la que se hacían las salidas para buscar ballenas no paraba de sacudirse. Yo, por suerte, me adapto bien el movimiento del mar, pero lo peor eran las salpicaduras de agua, sobre todo para mi cámara. Cuando encontramos una ballena adulta con su cría, y empezamos a navegar en dirección opuesta a las olas, la situación fue aún más complicada. Con los botes y las salpicaduras, tomar fotos se convertía en una tarea casi imposible. Y mira que el momento era precioso: la cría nadaba paralela a la lancha y, cada pocos segundos, asomaba la cabeza para observarnos con curiosidad.

Quizá habríamos seguido un rato más así, pero una ola acabó chocando contra la proa y dejó al capitán y la guía completamente empapados. Parte de la instalación eléctrica también empezó a fallar. Así que no tuvimos más remedio que poner rumbo de vuelta al puerto de Los Órganos.

 Por suerte, las condiciones de navegación fueron mejor en los próximos días. Cada jornada era mejor que la anterior.

Pude presenciar competencias entre varios machos, nuevas crías nadando lentamente junto a sus madres, e incluso una ballena adulta que se acercó tanto a la lancha que, gracias a la calma del agua, pude ver perfectamente cómo se desplazaba por debajo de nosotros, con elegancia y silencio.

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Y también, tal y como deseaba y esperaba con impaciencia, vi muchísimos saltos. Los saltos de las ballenas me hacen feliz. Son momentos llenos de fascinación, en los que la envergadura de estos animales contrasta con la ligereza con la que se elevan fuera del agua. Son instantes que me recuerdan que todavía hay maravillas en la naturaleza que no se pueden contar, sólo vivir. Durante el segundo y tercer día ya había visto algunas ballenas saltando. Pero lo mejor llegó el último día.

Fue una despedida perfecta: un macho de ballena jorobada saltó más de veinte veces. Una exhibición de fuerza y belleza que me dejó sin palabras y una gran sonrisa.

Este post forma parte del resumen semanal de mi largo viaje, un viaje que al que he llamado Quinuituq.