Semana 76
La selva del Parque Nacional Manu
Adentrarme en una selva, después de meses moviéndome por paisajes de montaña o desérticos, me dejó maravillado. De repente, todo era humedad, verdor y sonidos. No sabía hacia dónde mirar: el zumbido incesante de los insectos, los gritos lejanos de algunos pájaros, el crujido misterioso de alguna rama. Las sombras se mezclaban entre mil tonalidades de verde, y me resultaba muy difícil distinguir cualquier movimiento o detectar algún animal.
Llegar hasta el corazón del Parque Nacional Manu desde Cusco ya había sido toda una odisea: primero había tenido que realizar unas diez horas de coche y después unas doce horas de navegación, inicialmente por el río Alto Madre de Dios y continuando por el río Manu. Un trayecto extraordinario, en el que el río se encontraba rodeado de una muralla de vegetación, y que me permitió llegar hasta uno de los puntos con mayor biodiversidad de Perú y de toda la cuenca del Amazonas.
Era un sueño estar ahí. Lástima que sólo pasaría dos noches en la zona. La compleja logística y la obligación de ir con guía hacían que fuera un destino tan costoso como remoto. Pero aquellos días los viví con intensidad, aprovechando cada momento, a pesar de las lluvias y chubascos que caían sin aviso, necesarios para mantener viva aquella inmensidad verde.
Durante la primera tarde salimos a remar por la Cocha Salvador, donde hay una familia residentes de nutrias gigantes. Tuvimos la suerte de encontrarlas cuando ya volvían a su madriguera. Para evitar interferir en su comportamiento, fue una observación lejana. Necesitaba los prismáticos o el zoom de la cámara para verlas con claridad. Pero pude admirar cómo interaccionaban entre ellas, cómo había algunas pequeñas crías y también cómo pescaban. Cuando el silencio volvió a la laguna, levanté la vista y vi a varios guacamayos cruzando el cielo, y a la distancia, tres monos aulladores rojo desplazándose con calma entre las partes altas de los árboles.
Al día siguiente, antes de que saliera el sol, salí con el guía hacia una colpa de loros: una pared arcillosa donde cientos de pájaros se alimentan de minerales. Aquella mañana, sin embargo, la tormenta de la noche anterior había silenciado el bosque. Sólo algunos loros se dejaron ver. La sorpresa del día llegó de camino de regreso a Casa Machiguenga, donde nos alojábamos. El guía, con esa capacidad casi sobrenatural de percibir lo que se esconde entre la vegetación, se detuvo de repente. Escuchó un ruido entre los árboles y localizó a un grupo de titís pichico. Mientras los fotografiaba, me hizo un gesto para que le acompañara en silencio. Y ahí, a pocos metros, le vi: un tití emperador, con su bigote blanco inconfundible, inmóvil entre las ramas. Era una de las especies que más deseaba ver, y poderlo encontrar, en libertad, fue uno de los grandes momentos que viví en la selva peruana.
Por la tarde realizamos una nueva ruta a pie por la selva. Vimos monos capuchinos y, de nuevo, algunos monos aulladores rojos. Los días pasaron demasiado rápido. La selva me fascinaba y, al mismo tiempo, me hacía sentir insignificante. Los guías eran capaces de detectar vida donde yo sólo veía sombras y hojas.
La vuelta, tan larga como la ida, también me regaló momentos inesperados: capibaras descansando en la orilla del río, un perezoso inmóvil abrazado a una rama, y, por la noche, la aparición breve de dos tapires.
La selva es así: llena de vida. Una vida silenciosa y escurridiza, que pasa desapercibida. Vivirla, aunque sea por unos días, es entender su fragilidad y su inmensidad. Y esta semana en la selva de Manu, la más salvaje de Perú, me lo había recordado. Me llevaba un recuerdo imborrable.
Este post forma parte del resumen semanal de mi largo viaje, un viaje que al que he llamado Quinuituq.
